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Las campanas de la muerte (página 2)



Partes: 1, 2, 3

Al cruzar el valle oscuro,

Siguiendo el curso seguro

Que, en su descenso tranquilo,

Avanzaba con sigilo

Entre las cómplices
sombras,

Regando secas alfombras,

Buscando mayor asilo.

De las aguas transparentes,

Su curso lento, sencillo,

Se saciaba el cervatillo

Que bebió de las
corrientes,

Reflejándose en las
fuentes

Donde las juncias brotaban,

Y en las alturas hallaban

La copia de su hermosura,

El sosiego y la frescura

En las nubes que flotaban.

Y entonces te despertaron

De aquel sueño perezoso,

Con el beso más gozoso

Que jamás imaginaron,

Los colores que llegaron

A las alturas de un cielo

Que alcanzaste, alzando el
vuelo,

Al nacer de la mañana,

Donde la llama temprana

La escarcha halló sobre el
suelo.

Soneto VI

Heraldo de bondad fue su
semblante,

Más puro que la luz de la
alborada,

La gracia de su rostro, la
mirada,

Sincera siempre, bella a cada
instante.

En ella la ternura era
constante,

Más clara que el granizo y la
nevada,

Hermosa como el sol, jamás
nublada

La frente cuyo rostro hizo
brillante.

Más pura fue su piel que la
azucena

Que brota en primavera por los
prados,

Más cándida y más
bella, siempre buena.

Recuerdo que sus párpados
cansados

Tendían a cerrarse, aunque sin
pena,

Buscando sueños siempre
reposados.

Soneto VII

Un mar navegarás donde,
brumosos,

Negando al sol la luz, llama
escarlata,

Los vientos, sombra gris, noche
insensata,

El cielo cerrarán
avariciosos.

Después de los umbrales
cavernosos

Del sueño que en la noche se
dilata,

Tus ojos se abrirán, perla de
plata,

Buscando los paisajes luminosos.

Y todo mostrará su luz
dorada,

El cielo, el sol, el mar y las
orillas,

Para escuchar tu voz, ayer
callada.

Risueñas nuevamente tus
mejillas

La brisa sentirán más que
hechizada,

La leña dando al alba y sus
astillas.

Soneto VIII

El despertar más dulce y
placentero

Cubrió su rostro cuando, de
mañana,

Cruzaba, aventurero, su ventana

El sol del mediodía
pendenciero.

Robábale los sueños su
lucero,

Valiente y atrevido, pues,
lozana,

La luz la despertaba, con
desgana,

Besándola, al llevarle aquel
platero.

Después iluminaba el cuarto
oscuro

Corriendo la cortina, que,
luciente,

Dejaba gala al oro y su belleza.

Alzábase del lecho y, sin
apuro,

Serenos, de su boca, lentamente,

Brotaban los bostezos con pereza

Soneto IX

Dejaste transcurrir la hora
temprana,

Palacio que en el sueño se
escondía,

Y vio volar la luz la brisa
fría,

Después de bien corrida la
mañana.

Manchada por la luz, halló
lozana

La risa que en tu rostro se
encendía,

Tan clara como el sol al
mediodía,

Que el cielo hizo del aire
soberana.

Montó, en un cielo lleno de
belleza,

La noche su corcel de madrugada,

Las crines sujetando con
firmeza.

Mas no encontró más luz en tu
mirada

Que aquel amanecer vuelto en
tristeza,

Que el prado halló cubierto por la
helada.

Soneto X

No vueles, ruiseñor, hacia los
cielos

Que se hacen más azules en
verano,

Ni escapes, golondrina, de mi
mano,

Llevada por la brisa y sus
desvelos.

No corras, herrerillo, aunque tus
vuelos

Te dejen alcanzar lo más
lejano,

Ni escales, carbonero, el aire en
vano

De donde caen las nieves y los
hielos.

No partas, ave blanca, si tu
nido

Lo tienes junto a mí, donde la
tierra

Se alegra de tu voz y tu sonido.

Amor serán los bosques y la
sierra,

Los árboles y el prado que,
dormido,

Se olvida de la helada que lo
encierra.

El alba despertaba

El alba despertaba

Sobre las sombras tristes,

Y, oyendo su bostezo,

Corrieron lentamente a las
alturas

Las llamas de aquel sol que se
encendía

Con paso lento, débil y
cansado,

Al tiempo que los mares,

Rozados por la brisa,

Dejaban que las olas se
escapasen

Como un caballo blanco por la
sierra.

El alba despertaba

Sobre las sombras tristes,

Y, oyendo su bostezo,

Temblaron los rosales que la
escarcha

Rasgaba sin pudor, cuando,
inclemente,

Su hielo sobre el pétalo, lo
hería

Con un cuchillo fino,

Acaso cristalino,

Veloz, cada mañana de
diciembre,

Como un caballo blanco por la
sierra.

El alba despertaba

Sobre las sombras tristes,

Y, oyendo su bostezo,

De nuevo salpicaron los arroyos

Los prados, las orillas, los
alisos

Desnudos de las hojas de sus
ramas

Que, en tardes otoñales,

Perdieron sin remedio,

Llevándolas las brisas
invisibles

Como un caballo blanco por la
sierra.

El alba despertaba

Sobre las sombras tristes,

Y, oyendo su bostezo,

La luna y las estrellas
retiraron

Su luz hermosa, débil y
cansada,

Al tiempo que la noche se
escondía,

Volando hacia otros reinos,

Fugaz como las horas

Que corren como el viento, como el
aire,

Como un caballo blanco por la
sierra.

Soneto XI

La luz sobre las sombras se
deshizo

Un viernes de noviembre donde,
bella,

En el fogón ardía una
centella

Que alzó la magia rara del
hechizo.

La lluvia dejó paso al
invernizo

Susurro de los vientos, su
querella,

Cansados de quejarse, pues
aquella

Más dura sonó en boca del
granizo.

Las lluvias y los vientos
sacudieron

Con toda su dureza los tejados,

Luciendo, firmes, su
perseverancia.

Las brasas, sin embargo,
resistieron

A los chubascos, viendo
preparados

Viruta, carbón, leña en
abundancia.

Soneto XII

Sus manos delicadas,
temblorosas,

Ya débiles, estaban siempre
frías,

Mas no sus ojos, cuyas
alegrías

Lucieron en el fuego de dos
rosas.

Sus piernas caminaban temerosas

De algún tropiezo, pero ciertos
días

Andaba con soltura si, en las
mías,

Sus manos se apoyaban jubilosas.

Y, júbilo febril, me dio el
hechizo

Que pueden dar los ángeles del
cielo,

Hasta que su sonrisa se deshizo.

La luz del sol cortaba el blanco
hielo

Que el prado hirió, con nieves y
granizo,

Pincel de la mañana sobre el
suelo.

Soneto XIII

El sol buscó un crepúsculo
callado

Detrás de las montañas y
cordales,

Las luces, las estrellas
celestiales

Que al orto dan, desde su
principado.

El oro fue en los mares
reflejado

Y el vuelo alzaste, yendo a los
cristales,

Del alba, cuyos brillos
celestiales

Ardieron en un cielo despejado.

El árbol deshojado de tu
risa

Las noches desnudaron sin apuro,

Las horas, las auroras y la
brisa.

Desnuda pudo verte el aire puro,

Errante voladora tu sonrisa

Donde cayó, a la noche, un sol
oscuro.

El brillo incandescente

Dejad que nazca,

En la lejanía,

El brillo incandescente

Que llena de colores las
alturas,

Y que, rompiendo las sombras,

Corran los campos azulados del
firmamento,

Siempre a sus anchas,

Los corceles de la
mañana.

Mas no venga la muerte en su
galope.

Corriente sobre corriente,

Abrazarán las aguas de los
mares.

Corriente sobre corriente,

Las de los lagos y arroyos.

Corriente sobre corriente,

Las de los montes, las de los
valles.

Y, pronunciando su claridad
atrevida,

Arrancarán la noche de un
zarpazo,

Hiriendo el cielo con sus
relinchos,

Con su alegría repentina,

Llenando de bullicio

Las horas que se desperezan.

Mas no venga la muerte en su
galope.

Corriente sobre corriente,

Alcanzarán los reinos que
bostezan,

Los de las sierras dormidas,

Los del estanque, los de las
playas.

Y, pronunciando su claridad
atrevida,

Derrotarán las huestes de la
noche,

Borrando, a su paso, las
estrellas,

Dejando al aire las crines

Lucientes como el oro

Que vuelve a despertarnos.

Mas no venga la muerte en su
galope.

Dejad que nazca,

En la lejanía,

El brillo incandescente

Que llena de colores las
alturas,

Y que, rompiendo las sombras,

Corran los campos azulados del
firmamento,

Siempre a sus anchas,

Los corceles de la
mañana.

Soneto XIV

La sombra que borró su rostro
bello

Volviéndolo cenizas en la
nada

Negar quiere mi voz, cuando,
callada,

Se rinde al alumbrarla en un
destello.

La nieve que fue antorcha en su
cabello

Haciéndolo más claro, a la
alborada,

Recuerdo pudo ser, donde,
apagada,

Revive, al recordarla en todo
aquello.

Hirió su voz sin lucha el
sinsentido

Que arranca de los pechos el
aliento

Que ceden, quejumbrosos, su
sonido.

La muerte arrebató su
sentimiento,

Y el hielo sus rosales hizo
olvido,

Hiriéndola con fuerza el raudo
viento.

Soneto XV

Prendieron las antorchas su
belleza,

Las luces, el color y la
hermosura,

Las llamas de una súbita
ternura

Que ardió sobre su frágil
fortaleza.

Voló un suspiro al aire y, sin
torpeza,

Cruzó el silencio triste, y su
figura,

Serena, fue buscando otra
postura,

Librando en su bostezo la
pereza.

Sus ojos se entreabrieron y
miraron

Con dulce claridad, nunca con
prisa,

Gozando de la siesta y su
reposo.

Las llamas de una estrella
dibujaron

La bella mariposa de su risa

En su semblante dulce y
cariñoso.

Soneto XVI

La espuma que rizaba tu cabeza

Manchaba los cabellos
blanquecinos,

Hermosos como mares coralinos

Que dejan en la costa su pereza.

Tu rostro fue bandera de
nobleza,

Los ojos vivarachos, peregrinos,

Atentos a los brillos
cristalinos

Del aire que enseñaba su
pureza.

Halló en tu pecho un rico
posadero

La luz de tu cariño y tu
ternura,

Nacida de tu voz, raro lucero.

Jamás bebió tu voz de la
amargura

Ni el brillo ardió en tus ojos sin
esmero,

Mas tu cabello heló la nieve
pura.

Soneto XVII

De nuevo alejará las sombras
muertas

La alcoba de la noche mortecina,

Las sábanas oscuras, la
cortina

Que ve las horas tristes y
desiertas.

Las luces de otro sol verán
abiertas

Los pórticos que aún cubre la
neblina,

Y lenta, temerosa, peregrina,

La aurora cruzará sus anchas
puertas.

Un cielo despejado traerá el
día

Por donde vuela libre el aire
sano,

Extraño mensajero de
alegría.

Vendrá la luz del reino más
lejano,

Más no te encontrará en la
brisa fría

Ni el sol verá el bostezo más
temprano.

Soneto XVIII

No escondas la mirada luminosa

Que alcanza, vivaracha, la
alegría,

Que el brillo que se enciende cada
día

Envidia tu alborada generosa.

Enséñanos tus ojos y,
graciosa,

Irrádianos de luz donde,
sombría,

Renace con tristeza, helada y
fría,

La aurora que despierta
perezosa.

Y muéstrate feliz, que tu
sonrisa

Compite con la luz de las
estrellas

Que guarda el cielo al alba siempre
aprisa.

No escondas tus miradas si son
bellas,

Enséñanos tu luz clara,
imprecisa,

Y olvida, si las tienes, las
querellas.

La lluvia de diciembre

Mirad, tras los cristales,

La lluvia de diciembre,

Que vuelve, sin apuro,

Manchando las mañanas,

Las tardes y las noches con su
beso

Amargo, silencioso y peregrino,

Sereno y apagado

Como una pincelada que las
sombras

Dejaron en un lienzo

Callado como el sueño del
arroyo.

Mirad, tras los cristales,

La lluvia de diciembre,

Que vuelve, sin apuro,

Dejando atrás el brillo

Del fuego del crepúsculo
temprano,

Sereno, resignado, sentencioso,

Cansado de agotarse,

Ahogado entre las trenzas de la
noche,

Cuyas estrellas saben

Del curso rumoroso del arroyo.

Mirad, tras los cristales,

La lluvia de diciembre,

Que vuelve, sin apuro,

Los recuerdos tristes

De cómo la sonrisa de la
abuela

Se fue apagando, casi sin
saberlo,

Porque la edad la pudo,

Porque los años fatigosos
derrotaron

Su vida malherida

Por el cansancio amargo del
camino.

Soneto XIX

Existe un sueño intenso y tan
profundo

Que sueña en él aquel que,
adormecido,

Sumerge su conciencia y,
abatido,

Exhala su suspiro más
rotundo.

El cielo alcanzó el oro en un
segundo,

Un reino de colores que,
encendido,

De músicas se llena y de
sonido,

El ánimo mudando en
vagabundo.

Allí reposas hoy, triste el
aliento,

La vida y la esperanza en lo
lejano,

También la luz, el oro
ceniciento.

Dejando sólo un eco del
verano,

Cayó del árbol, al correr del
viento,

El fruto generoso del manzano.

Soneto XX

Fue el fruto silencioso del
manzano

De aquel color, al tiempo que
dormía,

La luz que despertó la brisa
fría

De aquel diciembre gris pero
lozano.

La luz del sol nacía en lo
lejano

Y el verde de los mares
presumía

De verse tan hermoso, pues el
día,

Madrugador, alzóse aún
más temprano.

La lumbre se apagaba en tu
mirada,

Rendida ya a la sombra, que, al
acecho,

Borrar quiso su hoguera
resignada.

Así calló tu voz,
cedió tu pecho,

Dejó de respirar y,
derrotada,

Un féretro de rosas fue tu
lecho.

Cruza las nubes valiente

Vuela, mi amor, a la altura

Y conquista el ancho cielo,

Que, alcanzado de tu vuelo,

Se rendirá a tu
hermosura.

Abre las alas y apura

La brevedad de tu viaje.

No temas, ve con coraje

Donde habitan las estrellas,

Brillos vagos y centellas

Que alumbran hoy el paisaje.

Cruza las nubes, valiente,

Y, en las lejanas mansiones,

Corona sus torreones,

Vuelve estandarte tu frente.

Antes que verte doliente,

Álzate, bella, en el
viento.

Se llama en el firmamento

Y en el aire primavera,

Aunque diciembre quisiera

Quebrar tu voz y tu aliento.

No te apartes del camino

Cuando vayas a la altura,

Mientras, lleno de amargura,

Ves nuestro llanto vecino.

En el aire peregrino

Serás un gorrión
pequeño.

Regálate, pues, al
sueño,

Cuando, gala a tu belleza,

Quiere ser oro y pureza,

El sol que tomas por
dueño.

Soneto XXI

Rindió el bastión sus torres
y su muro,

Sus piedras y su fuerza, y,
generoso,

El cielo se hizo claro y
espacioso,

Soltando sus corceles sin apuro.

La sombra desmintió su velo
oscuro

Dejando que bullera, luminoso,

Un sol febril, acaso temeroso

Del hielo de la noche, el aire
puro.

El mar halló el pincel que, con el
día,

Manchaba con sus fuegos el
paisaje,

Llenándolos de luz y de
belleza.

Cansada de esperar, tu voz
dormía,

El alma presta, lista para el
viaje,

Helado el pecho, viva la
tristeza

Soneto XXII

Recuerdo tu mirar, que,
perezoso,

A veces quejumbroso de la vida,

Los párpados cerraba, si,
dormida,

Buscabas un descanso más
gozoso.

Sentada en la butaca, con
reposo,

Solías ver las horas, su
partida,

Corriendo a la aventura, y,
aburrida,

Salvabas un bostezo generoso.

El sueño era en tus carnes un
consuelo

Que siempre tus plegarias
suplicaron

Aquellas tardes grises y
otoñales.

Soñabas, y tus sueños eran
cielo,

Descanso a los dolores que
segaron

Sonrisas, otras veces, con sus
males.

Soneto XXIII

Dejaste este rincón cuando la
aurora

Lucía sus mayores
hermosuras,

Sus luces y sus galas, donde,
oscuras,

Las sombras la supieron
vencedora.

Llegaba la mañana que,
sonora,

Los pájaros halló en las
espesuras,

Alegres de encontrarte en las
alturas,

Un ángel resignado que no
llora.

Luciérnaga que brilla sin
apuro

El tiempo que se escapa
traicionero,

Los cielos liberó del viejo
muro.

Será llorar tu falta al mundo
entero

Buscar consuelo, como el aire
puro,

Allí donde se apaga tu
lucero.

Soneto XXIV

Despierta en el recuerdo de tu
aliento,

Tu voz resuena, brilla la
mirada,

Canción de amor que llena la
alborada

Y el cielo corre, alada como el
viento.

Testigo de la luz de aquel
momento

Que pudo ver tu llama
ilusionada,

La tarde luminosa derramada

Hallé en tu voz, tu amor, tu
sentimiento.

Partió, sin avisar, hacia otros
mares,

Acaso temeroso, fugitivo,

Tu espíritu, buscando otros
lugares.

Pudiera izar la vela estando
vivo,

Como un aventurero a los
altares,

Mi aliento hacia tu voz, volando
esquivo.

Soneto XXV

No pierdas en el reino de lo
oscuro

La gracia de los besos
pronunciados,

Que fueron con cariño
regalados

Para aliviar tu rostro limpio y
puro.

La sombra del ocaso será un
muro

Que no podrán cruzar cuando,
callados,

Los diga tristes, débiles,
cansados,

Viajeros en el alba con apuro.

En mí retengo todos los
momentos

Que no repetirá, al correr, la
historia,

Tesoro de mis horas y mis
días.

Tu ausencia cobra un mar de
sentimientos,

Mas no te borrará de la
memoria

Ni en penas ni en dolor ni en
alegrías.

Las campanas de la muerte.

Dejad que, suave y sereno,

Roce su mejilla hermosa

El aire que la desposa

Besando su rostro bueno,

Aunque la llene el veneno

Que le ha arrancado la vida,

Que la lanzó a esta
partida

La edad, su sueño pesado,

El tiempo que, fatigado,

Abrazó la despedida.

Dejad que, bello y tranquilo,

Duerma su semblante hermoso,

Que disfrute del reposo

Que, silencioso, vigilo,

Porque se va con sigilo

Aunque quiera retenerla,

Que no puede detenerla

La luz que, tras los cordales,

Ve las galas matinales

Que pudieron defenderla.

Dejad que, afligido el pecho,

Descanse el aliento herido

Del dolor que ha consumido

Su impotencia y su despecho,

Porque, la sombra al acecho,

No cabe esperar que acierte

Los designios de la suerte

El silencio que bosteza,

Si marchitan la belleza

Las campanas de la muerte.

Dejad que, blanca y callada,

Alcance la aurora bella

La altura de aquella estrella

Que admira la madrugada,

Que ya la noche cansada

Ve el despertar de los cielos

Pues nieve derrite y hielos,

El granizo blanquecino,

Bullicioso en el camino

Que alborotan los riachuelos.

Dejad que, tierna y ligera,

Tome su mano la brisa,

Y, en el aire, su sonrisa

Vuele libre donde quiera,

Que otro palacio la espera

Después de ese largo
viaje

Que hoy emprende en un carruaje

Digno de llevarla encima,

A otro lugar, otra cima,

Otro reino, otro paisaje.

Soneto XXVI

Más triste, en el azul del
firmamento,

Volar podrá su risa, cuando, en
vilo,

La luz de la alborada enseñe el
filo

De su puñal callado y
ceniciento.

Los años correrán sobre el
aliento

Helado que escapó al aire
tranquilo,

Buscando hallar en él un nuevo
asilo,

Palacio levantado para el
viento.

Será encontrar su rostro en una
estrella

Al tiempo que la noche helada y
fría

Retira su corcel de madrugada.

Y la recordaré, siempre tan
bella,

Amable, cariñosa cada
día,

Paciente en la vejez, tal vez
cansada.

Soneto XVII

Halló de madrugada aquel
aliento

Al deshojar las flores de la
vida,

El aire malherido que, dormida,

Borró en su rostro todo el
sufrimiento.

Un cielo azul, un nuevo
firmamento

Dejó volar tus alas, y,
perdida,

El cielo se hizo grande, pues,
vencida,

Tu voz esparció en él la luz
del viento.

La luz del sol rayó la
lejanía,

Gorrión dorado, rápido
estandarte

Que bellos horizontes
encendía.

Fue cruel la madrugada con
besarte

Cuando el azul del cielo
descubría

Un sol que iluminaba cada parte.

Soneto XXVIII

La luz del sol fue bella en tu
mirada,

Haciendo sus antorchas más
sencillas,

Mirándose en tus ojos, si es que
brillas

Más pura que el granizo y la
nevada.

Hermosas sobre el mar, a la
alborada,

Las luces enseñaron las
orillas,

Un ángel que, besando tus
mejillas,

Tu rostro arrebató de
madrugada.

Calláronse los labios, que,
gozosos,

Ardieron con la brisa un breve
instante

Para apagarse luego,
silenciosos.

Fue hechizo de coral, raro
brillante,

Puñal de plata y oro
luminosos,

Luciendo su belleza en tu
semblante.

Los ruiseñores

No veréis el arroyuelo

Que, apurando su camino,

Corre alegre y peregrino,

Después de ver el deshielo,

Si, libres los pies del suelo,

Salta al abismo y, valiente,

Deja volar su corriente

Al lanzarse en la cascada,

Desde la roca elevada

Que cabalga, transparente.

No hallaréis los ruiseñores

Que, en la callada espesura,

Cantan, con tierna dulzura,

Su reclamo y sus amores,

Desde que ven los albores

Dibujarse en lo lejano,

Cuando los valles, el llano,

Los cordales y la sierra,

Sienten que vive la tierra

Y el sol se enciende lozano.

Hoy nos falta la belleza

De su aliento fatigado,

De su mirar animado,

Sus bostezos, su pereza,

Al dejarnos con tristeza,

Pues ella, llena de vida,

Como una aurora encendida

Que hubiera robado al cielo,

Era luz, era consuelo,

Rosa del tiempo vencida.

La aurora alzó los ojos

La aurora alzó los ojos

Con un bostezo mágico,

Cruzando las orillas

Del mar desconocido,

Y, entonces recordé aquel sol
cobarde

Que supo ser jinete en sus
corceles,

Cuando las rosas bellas

Morían en sus manos,

Marchitas del abrazo de la
escarcha.

La aurora alzó los ojos

Con un bostezo mágico,

Cruzando las orillas

Del mar desconocido,

Y, entonces recordé tu rostro
bello,

Llevado hasta los cielos por el
alba,

Que vino, con apuro,

En esos días grises

Que no avanzaron nunca en el
camino.

La aurora alzó los ojos

Con un bostezo mágico,

Cruzando las orillas

Del mar desconocido,

Y, entonces, la maldije por tu
ausencia,

Sabiendo reprocharle las
mentiras

Que arranca el desengaño

De su ropaje bello,

Tan claro como el aire que
regresa.

Soneto XXIX

En la constelación de tus
mejillas,

Hermoso carrusel, llama de
plata,

Vive una flor, sonrisa que
desata

Tu espíritu jovial, sus
maravillas.

Se suman las estrellas y así
brillas

En esa noche clara, pues,
sensata,

Vano de amor, la luna se dilata

Con luces apagadas y sencillas.

Y sigue vivaracho tu semblante

Y prende tu sonrisa
cariñosa,

Amable a cada rato, a cada
instante.

Es la constelación que te hace
hermosa,

La noche clara y bella que,
incesante,

Mostró en tu rostro aquella
mariposa.

Soneto XXX

Las noches de los viernes
otoñales

Pasábamos las horas
juntamente,

Las brasas encendidas, llama
ardiente,

Dormida en las cenizas
minerales.

El viento acariciaba los
cristales

Buscando el fuego, cuya luz
paciente

Asaba las castañas
lentamente,

Detrás de aquellos viejos
ventanales.

La lumbre calentaba las
estancias

De la buhardilla vieja que
habitaron

Los brillos de los guiños de la
abuela.

El fuego alzó sus mágicas
fragancias,

Virutas que, al arder,
iluminaron

Las brasas del hollín que, libre,
vuela.

El mar alborotado

El mar alborotado

Dejó que, ensortijadas,

Corriesen sus espumas,

Bajo el color dorado que
encendía

La luz de la alborada
silenciosa,

Que vio el carruaje bello

Que te arrastró hacia un cielo
luminoso,

Y fueron en mis ojos

Las lágrimas brotando,

Al ver el resplandor de la
mañana.

La muerte se hizo dueña

De la sonrisa alegre de tu
rostro,

El oro y la hermosura

Que ardían, a menudo, en tu
retrato,

Alegre como el fuego

Que, sobre el horizonte,

El aire iba poblando de colores,

De luces encendidas que cerraban

Los pórticos callados

Del reino que hacen claro las
estrellas.

Por eso, cada día,

Verás que, emocionado,

Irá mi pensamiento

Buscando las caricias de otras
veces,

Los besos encendidos de otro
tiempo,

Cuando, sin apurarse,

Las horas navegaban los arroyos

Del aire envejecido

Que me hallará forzando

Los remos de una barca hasta
encontrarte.

Soneto XXXI

Un brillo de emoción y de
ternura

Enciende la memoria en las
entrañas,

El mar donde, serena, al fin te
bañas,

Si no es el arroyuelo que
murmura.

El cielo azul se llena de
dulzura,

Naciendo el sol detrás de las
montañas,

Y, viva siempre en él, rosas
extrañas

Recoges sobre el viento que se
apura.

Si un guiño a tus sonrisas
celestiales

Es poco para hablar de tu
belleza,

Mis lágrimas serán raros
cristales.

Tu voz en mis adentros aún
bosteza

Con el amanecer cuyos
puñales

Rindieron hoy tu frágil
fortaleza.

Los palacios del sueño

Para encontrar tu mirada,

Parda como los castaños,

Cansada ya de los años,

He de encontrar la morada,

La mansión deshabitada

Donde reposa, tranquilo,

El viento, cuyo sigilo

No intentará despertarte,

Temeroso de rozarte,

Un viejo guardián en vilo.

Y hallaré allí, silencioso,

Un palacio que, ya en ruina,

Duerme la larga rutina

De su sueño caprichoso,

Donde el tiempo, perezoso,

Su curso ve detenido,

Borrando el dulce sonido

De la brisa sosegada

Que dejó, de madrugada,

Su singladura al olvido.

Y, aunque el viaje será
duro,

Hora es ya de la partida,

Llevándote de la vida

A este extraño reino
oscuro,

Que alza en la altura ese muro

De sombras y de tristeza

Que, escondiendo la belleza,

Quiere negar el aliento

De la luz que fue alimento

Del sol que se despereza.

Y gozo serán mis brazos

Tomando de tu cintura

Lo que tu frágil figura

Espera de mis abrazos,

Para desatar los lazos

De la noche que te encierra,

Siendo valor en la guerra,

Que, luchando con empeño,

Quiero arrancarte del
sueño

Que de la luz te destierra.

Y en las noches del camino

Que jamás podrán
vencerme,

Sabré luchar, defenderme,

Vencedor de tu destino,

Cuando, al ver el sol vecino,

Cure el dolor de tu herida,

Y te devuelva la vida

Con el hechizo de un beso,

Para emprender el regreso

Del sueño en que estás
dormida.

Soneto XXXII

Alumbra en su mirar la llama
ardiente,

Su brillo, su color más
encendido,

Un sol que se aventura,
decidido,

En un amanecer resplandeciente.

Y busca una sonrisa que,
inocente,

Dejó volar al aire
inadvertido

El ángel de ternura que,
vencido,

Un astro es ya lejano, aunque
luciente.

La luz, el oro, el brillo es
aderezo

De aquel fanal que irradia,
luminoso,

Buscando los amores de su rezo.

Y es dulce aquel suspiro
silencioso,

Y el beso y el sonido del
bostezo

Que ardieron con el tiempo
perezoso.

Soneto XXXIII

La vida se encendía en tus
luceros,

Antorchas de cristal, cuya
mirada

Los vio nacer, corriente
alborotada,

De espumas, de corales y
veleros.

La densa oscuridad de los
senderos

Sus pórticos abrió con la
alborada,

Dejando que cruzasen su morada,

Alegres, relucientes, los
overos.

Tus ojos, cuyo brillo luminoso

Lució la magia bella de su
embrujo,

Hablaron con su fuego más
hermoso.

Y un rápido reflejo se
produjo

En tu mirar callado, silencioso,

Tan bello como el oro en su
dibujo.

Soneto XXXIV

Las luces de un suspiro
repentino

Borraron su sonrisa y su fatiga,

La cálida expresión que se
prodiga

En un recuerdo dulce y
cristalino.

Dejó de ser camino aquel
camino

De acuerdo con la ley que nos
obliga,

Y aquella voz que amaba por
amiga

Mezclóse a los inciensos del
destino.

Volando, alma de mar, a la
deriva,

Su espíritu partió a un lugar
tranquilo,

Quién sabe a qué
región abandonada.

Partió la noche, lánguida y
esquiva,

Cruzando los pasillos del sigilo

Que halló la luz mostrando la
alborada.

La yegua soberana

Alzóse irreverente

La yegua soberana

Que corre los espacios
encendidos,

Lanzándose, arrojándose a su
antojo,

Y, abriendo paso franco

A la mañana nueva,

No halló tus ojos bellos ni tu
risa.

Alzóse irreverente

La yegua soberana

Que corre los espacios
encendidos,

Dejándose llevar, hija del
viento,

Y, abriendo paso franco

Al alba dulce y cálida,

No halló tus ojos bellos ni tu
risa.

Alzóse irreverente

La yegua soberana

Que corre los espacios
encendidos,

Besando los palacios de la noche

Y, abriendo paso franco

Al sol del horizonte,

No halló tus ojos bellos ni tu
risa.

Soneto XXXV

El cielo despertaba silencioso,

Cansado de dormir, triste y
tranquilo,

Dulce y feliz, al tiempo que el
sigilo

Dejaba en las estrellas su
reposo.

Un verde transparente y luminoso

Brillaba para el mar, lágrima en
vilo,

Luz sin calor, aurora sin
estilo,

Que halló su sueño siempre
perezoso.

Un beso que intentaba
despertarla

Rozó su piel, helada de los
montes,

Al tiempo que asomaba el nuevo
día.

Y en ella resbaló cuando, al
tocarla,

Lejano el sol, junto a los
horizontes,

Prudente, se ocultaba
todavía.

Soneto XXXVI

Los labios de la abuela
pronunciaron

El vuelo de su risa, que,
ligero,

Lleno de amor, cruzaba el cielo
entero

Que sus mejillas bellas
adornaron.

Las rosas de la aurora
despojaron

Su rayo caprichoso, su lucero,

Las sombras que tuvieron
prisionero

Un sol de cuyo sueño
levantaron.

Un alboroto mágico
encontraron

Su cándido mirar, su voz y el
fuero

Escrito en el cordal que
dibujaron.

Al ave quiso libre el halconero

Por las colinas que en su boca
alzaron

Sus gracias y el cariño más
sincero.

Mansiones del alba

No encontrarás la
hermosura

De los cielos hechizados

Cuando enseñen sus
bordados

Luminosos en la altura.

No verás la noche oscura,

Si en silencio se convierte.

Será el beso de la muerte

Lo que sientas a deshora,

Cuando la luz de la aurora

Sobre los mares despierte.

No hallarás la luz del
día

En un horizonte hermoso

Cuando luzca, luminoso,

El sol en la lejanía.

No encontrarás la
alegría

De la mañana que nace.

Será triste el desenlace

Que traerá la madrugada,

Justo cuando la alborada

Sus negras sombras deshace.

Y estarás sola y perdida

Cuando el hielo te
apuñale,

Cuando la noche te iguale

Y huya, cobarde, la vida.

Sentirás, aunque dormida,

Que se te escapa el aliento.

Y, callado, el firmamento

Verá temblar las
estrellas

Cuando sus luces más
bellas

Vuelva en oro ceniciento.

Luego un sol enamorado

Lucirá con elegancia,

Derramando su abundancia

Sobre un mar apaciguado.

Su luz habrá despertado

Los más cálidos
colores.

Después vendrán los
albores,

Y, en los cielos, su belleza

Anunciará la tristeza

Que mengua sus resplandores.

Y cruzará la
mañana

Las alturas espaciosas,

Haciéndolas luminosas

Con su sonrisa lozana.

Y, agotándose temprana,

Traerá la nieve su
hechizo.

Y nieve será, y granizo

Que correrá por el suelo,

Y mis ojos en el cielo

Un rayo serán huidizo.

Y buscarán tu ternura,

Preguntándole a la brisa

Por tu mágica sonrisa,

Por tu gracia y tu dulzura.

Y vendrá la noche oscura

Y sus sombras apagadas,

Y no faltarán veladas

Para buscar en el cielo

Los colores de tu pelo,

Al tornar las alboradas.

Déjate pues al sosiego

Y duerme un sueño
tranquilo

Mientras llega, con sigilo,

La muerte, su beso ciego.

Ríndete al sueño que
luego

Se volverá silencioso.

Busca ese mar en reposo

Donde no corren las horas

Y, esperando otras auroras,

Protege el sueño gozoso.

Soneto XXXVII

Las horas desnudó con su
reflejo,

Las sombras, las cenizas en la
altura,

Abriendo las cortinas, sombra
oscura,

El brillo de un relámpago
bermejo.

Las puertas derribó, mostró
el espejo

Luciente que, bordado de
hermosura,

Las brumas arrancó de la
espesura,

Dejando que corriera el oro
viejo.

Rompió la aurora y descubrió
la helada

Con una antorcha ardiente, aquella
flecha

Que ardió dando más luz a la
alborada.

Y el sueño derramó la senda
estrecha

Que, abierta al oro, dio la
puñalada,

Callando de la muerte la
sospecha.

Soneto XXXVIII

El tiempo silencioso nos la
enseña

Al lado del fogón, donde,
apartada,

Alegre a veces, otras fatigada,

Solía colocar la blanca
leña.

La suelo recordar siempre
risueña,

Más bella que la luz de la
alborada,

Hermosa como el oro, delicada,

Estrella de bondad, alma que
sueña.

La suya era una casa acogedora,

Humilde pero digna, aunque,
sencilla,

Su vida no gustara ningún
lujo.

También recuerdo, a veces, que la
aurora

Solía iluminarla en la
buhardilla

Y despertar su voz con su
dibujo.

Soneto XXXIX

Mis labios, al rozarla,
percibieron

La escarcha de su piel, hilo de
plata,

El hielo que, en diciembre, se
desata

Sobre los bosques que se
adormecieron.

Mis labios, al rozarla, no
quisieron,

Huyendo la ventura tan ingrata,

Saber que fue puñal la luz que
mata,

Si, al cabo, resignados,
comprendieron.

Mis labios, al rozarla, se
asustaron

Temiendo que ya hubiera
sucedido,

Sabiéndolo en la muerte que
besaron.

Y fue al rozar aquel ángel
dormido

Cuando, cobardes, necias, lo
negaron

Mis lágrimas, palabra del
olvido.

Soneto XL

Los sueños son secretos
misteriosos

Que nacen como el árbol y
marchitan,

Que corren, que se mueven, que se
agitan

En los salones viejos y
espaciosos.

Llegaste a los castillos
silenciosos

Del alma solitaria donde
habitan,

Y, alegres unos, en su alcoba
gritan,

Y, tristes otros, callan
perezosos.

Estás junto a los sueños, en
mansiones

Extrañas y es extraña la
morada

Y el polvo sobre sus
habitaciones.

Los ves en esa alcoba desolada

Que llena con su polvo corazones

Cansados de su voz deshabitada.

Soneto XLI

Será el recuerdo bello de tus
manos

Como un cristal vencido y
tembloroso,

Tu voz como un bostezo perezoso,

Tus ojos como un sol, y más
lozanos.

Las nieves cubrirán montes y
llanos

Cuando el invierno llegue,
silencioso,

Y copie tu cabello luminoso

Con tus pinceles suaves y
tempranos.

Después se deshará, con el
deshielo,

El fuego que bordó, con
alegría,

La nieve que hizo blancos los
follajes.

Será, al llegar el alba, blanco el
cielo

Y escarcha de la aurora, si es que,
fría,

Madruga, estrella azul, en sus
paisajes.

Soneto XLII

Descansa en ese sueño
silencioso

Su espíritu, su voz y su
alegría,

Cubierta por la nieve, siempre
fría,

En la región del viento
quejumbroso.

No mostrará su rostro
luminoso,

Esclava de la noche, aunque
podría,

En el desierto gris, la luz del
día,

Por no turbar su sueño, su
reposo.

Podrán regar las flores
encendidas

Las lágrimas que brotan de mi
pena,

Besando el blanco mármol de los
sueños.

Descansan hoy sus horas
encendidas,

A veces lirio, a veces azucena,

Oyendo allá mis versos
halagüeños.

Soneto XLIII

Quisiera, aunque fugaz, alzar un beso

Al cielo en que levantas la
morada,

Y verte, estrella azul, de
madrugada,

Junto a un amanecer claro y
travieso.

El tiempo retener, tenerlo preso

En la mansión que prende la
alborada,

Será sólo ilusión
desengañada

Del llanto y del dolor que te
confieso.

El alma, deshaciéndose la
vida,

Pretende ir hacia ti para
adorarte

Donde la luz se esconde
dolorida.

Mis manos no podrán
acariciarte

Junto a la sombra negra que,
escondida,

Negar pudo el derecho de
besarte.

Soneto XLIV

No fue justa la vida con el
brillo

Luciente de sus ojos y su risa,

Su voz, llevada al aire por la
brisa,

Su frente, verso bello, alto
castillo.

El suyo era el semblante más
sencillo,

Humilde como el alba que,
imprecisa,

Alumbra, estrella triste, en la
cornisa

Donde, al ocaso, el vuelo alzó el
autillo.

Las lluvias son torrentes sobre el
prado

Y, lento, se oye un eco
silencioso:

La noche del Erebo se ha
cerrado.

No fue justa la vida con su
hermoso

Semblante, ayer alegre y
animado,

Al regalar sus horas al reposo.

Soneto XLV

Luchando contra el viento y el
granizo,

Relámpago de luz a la
alborada,

Brotaba en el jardín de tu
mirada,

Risueño, como siempre, aquel
hechizo.

La luz de aquel crepúsculo
rojizo

Ardió sobre los campos y,
callada,

La noche llegó, triste y
apagada,

Y el blanco de los cielos se
deshizo.

Después de derrotar la lluvia
fría,

Abriendo las cortinas la
andadura,

Tu risa se hizo brillo de
alegría.

Y un ángel coronó con su
hermosura

La llama juvenil que se
encendía,

Bebiendo la emoción de tu
ternura.

Segunda parte

"Los ballesteros
de la tarde"

Para Pilar

Soneto I

Fue el suyo el corazón más
generoso

Que nadie conoció sobre la
tierra,

Y más dulce fue el pecho que lo
cierra

En una urna de amor vuelta en
reposo.

No dejará jamás de ser
hermoso,

Más blanco que la nieve de la
sierra,

Este recuerdo grato que
destierra

La muerte hacia su imperio
silencioso.

Mas no podrá arrancar tanto
cariño,

Ni tanto amor ni fe, con
insolencia,

La ronda de la noche silenciosa.

No robará el recuerdo de aquel
niño

Que ayer la vio y, llegada ya su
ausencia,

Su voz recuerda dulce y
temblorosa.

Soneto II

Llegar al cielo quise en raudo
vuelo

Y el alma rescatar cuando
ascendía,

Mas no alcanzó la altura que
quería

El llanto de los suyos sobre el
suelo.

Las llamas derramó el sol en el
cielo

Como un cristal ardiente de
alegría,

Mas luego se apagaron, con el
día,

Sus ojos fatigados de desvelo.

Así será que el horizonte
hiera

El rayo más temprano, el alba
clara,

Un nuevo despertar de primavera.

Y, libre ya su voz, jamás
avara,

No será entonces sueño ni
quimera

Su voz cuando en el sol se
reflejara.

Soneto III

Al cielo regresó el alma
desnuda

Dejándonos en estas
soledades,

Viajando más allá de las
edades,

Más lejos del lugar que un mar
anuda.

Sus labios se cerraron y, ya
muda,

Cerró los ojos, llenos de
bondades,

Y, faltos de certezas y
verdades,

Al verla así, voló libre la
duda:

Dará le el sol más luz de la
que hoy hubo,

Si quiere, generoso, devolverle

Con su rayo veloz el claro
día.

Su llama mayor brillo del que ya
tuvo

Alegre mostrará cuando
encenderle

La antorcha quiera el alba siempre
fría.

El alba despertaba

La tarde silenciosa

La espalda volvió al sol que se
ponía

Con un bostezo hermoso:

El mar estaba en calma

Y el cielo despejado,

Cuando llegó la tarde,

Y el sol dejó escapar su raro
overo

Y los corceles bellos de su
sueño.

La tarde silenciosa

La espalda volvió al sol que se
ponía

Con un bostezo hermoso:

La paz llenó la brisa

Y fue el calor cediendo,

Cuando cayó el silencio,

Y el sol dejó escapar su raro
overo

Y los corceles bellos de su
sueño.

La tarde silenciosa

La espalda volvió al sol que se
ponía

Con un bostezo hermoso:

La luz se iba perdiendo

Allá en la
lejanía,

Cuando llegó la noche,

Y el sol dejó escapar su raro
overo

Y los corceles bellos de su
sueño.

La tarde silenciosa

La espalda volvió al sol que se
ponía.

Soneto IV

Su vida derramó cuando la
tarde

El cielo fue vistiendo de
tristeza,

Febril ayer, alegre en su
belleza,

Ya tímido, ya triste, ya
cobarde.

Voló un gorrión entonces, y
un alarde

Le dio la luz del sol, vuelto en
pereza,

Al beso del crepúsculo que
empieza

A despojar su llama mientras
arde.

Y no borró su rostro la
hermosura

Ni su semblante por la edad
herido

La muerte que en sus fauces
apresura.

Del aire fue un suspiro
consumido,

Del raro aliento extraña
quemadura,

Su voz cansada, verso en el
olvido.

Soneto V

Volvió a brillar el sol, la luz
temprana,

Mas no fue en su cansado
cristalino,

Otrora alegre y frágil,
peregrino,

Como la luz se atreve a la
mañana.

La llama ardió, del cielo
soberana,

Y no cruzó su risa en su
camino,

Que ya es su lirio en el jardín
vecino

La antorcha que se yergue más
lozana.

No la hallaréis jamás donde
risueña

La visteis otras veces, que un
lucero

La arranca hacia el lugar en el que
sueña.

Las playas, los arroyos y aún
entero

Un ponto en las alturas ven por
dueña

Su voz sobre un altar más
duradero.

Soneto VI

Despertará feliz la luz del
día

Atenta a la belleza del espacio

Y el blanco del coral verán
despacio

Mezclarse en su curiosa
algarabía;

Mas no estarás tú ya donde
solía

La nieve decorar tu pelo lacio,

El hielo del granizo, ese
palacio

De luces que, en tu boca, fue
alegría;

Que la sonrisa tierna, la mirada

Y la expresión más dulce que
la aurora,

Durmió con el verano su
invernada:

Hoy vuela a ti, cansada y a
deshora,

La lírica más triste ayer
usada,

Donde los hielos guardan su
demora.

El crepúsculo callado

La tarde cayó cansada

Dominando la hermosura

Que dio al cielo su figura

Cuando nació la alborada.

La belleza derramada

Sobre el arroyo callado,

Sobre el cielo despejado

Y su sublime belleza,

Sucumbió con la firmeza

De un sol triste y derrotado:

Los campos adormecidos

Que, cubrieron las heladas,

Hallaron las madrugadas

Por el silencio vencidos:

Los ocasos malheridos

A los cielos derrotaron,

Que, lentos, se resignaron

A perderse entre las sombras

Cuando negras las alfombras

Su hermosura desgarraron.

Y partiste a lo lejano

Con el ocaso y su overo,

Para ver el mundo entero

Una tarde de verano,

Pues sobre un potro lozano

Llegaste a la inmensa altura

Donde bella tu ternura

Feliz contempla los mares,

Los campos y los altares

De la sierra y su hermosura.

Soneto VII

Al sol diré que quiera darte
amparo,

A las estrellas que el palacio
habitan

De noches tristes, cuando allí
crepitan

Sus fuegos de color, su vuelo
raro.

Será el fulgor del sol tal vez
más claro:

Más brillarán los astros
donde gritan

Y más luz te darán donde
levitan

Sus cuerpos temblorosos sin
reparo.

Diré al cielo que acoja allá
en la altura

La cálida sonrisa, la
mirada

Que dijo, sin palabras, tu
ternura.

Ya no estarás aquí con la
alborada

Ni habremos donde hallar tanta
dulzura,

La llama de tu risa alborotada.

Los arqueros de la tarde

Las estrellas primerizas

La vieron desde la altura,

Cuando llegó su hermosura

A un cielo vuelto en cenizas.

Sobre las viejas calizas

Y los montes con empeño,

Durmió en el aire su
sueño,

Como el ángel que,
cansado,

Se alza al cielo, fatigado,

Entre callado y risueño.

Voló feliz y ligera

A las mansiones sagradas

Donde viejas alboradas

Anuncian la luz primera,

Donde la mira, a la espera

La última estrella del
cielo,

Donde se desliza el vuelo

De un sol triste y sin alarde

Que, declinó, con la
tarde,

Llorando su desconsuelo.

Y nos deja la tristeza

De la ausencia que deshizo

Su dulce gracia, el hechizo

Del mirar que con dureza,

Con crueldad, con aspereza,

Arrancó firme la muerte,

Llenando de negra suerte

Los ojos que, ya rendidos,

Se cerraron, abatidos,

En el silencio más
fuerte.

La hará el cielo ser
lucero

Entre sus muchas centellas,

Cuando en su coro de estrellas

Brille su fuego sincero.

Allí será duradero

El resplandor más lozano

Que, en las tardes de verano

Querrá iluminar la
altura,

Mostrándonos su figura,

Como ofreciendo la mano.

Será la aurora, sin ella,

Menos clara y luminosa,

Cuando la sala espaciosa

Llene de luz su querella.

Y la pradera más bella

Dormirá bajo la helada,

Cuando nazca la alborada

En las sagradas mansiones

Donde estrellas y blasones

Tornan sus luces en nada.

Soneto VIII

Tu pecho se apagó cuando el
semblante

Sin luz buscó la luz que no
encontraron

Tus ojos cuando en vano la
buscaron

Temiendo no encontrarla en ese
instante.

La luz faltó, y buscaste
delirante,

Al tiempo que los labios se
callaron,

Tus ojos levemente se cerraron,

Y no encontró tu pecho el aire
errante.

Hoy rozas, entre escarchas el
granizo,

La nieve que los valles más
lejanos

Esconde con su manto de
tristeza.

Qué rápido tu vida se
deshizo,

Qué frágiles cayeron los
veranos,

Qué pronto te dio el hielo su
dureza.

Soneto IX

La tarde derrotó tu
fortaleza

Y muerte dio a tus torres y
castillos

Después de que la sombra los
anillos

Del sol febril tomó con
aspereza.

Su espada, helada y triste, con
dureza

Tu pecho atravesó y, donde,
sencillos,

Volaban dos alegres herrerillos

También tu alma voló, rica en
belleza.

Llamaron las campanas en la
altura,

Y alzaron con su largo recorrido

La seca, amarga y triste
singladura.

Mil lágrimas oyeron su
sonido,

Mil lágrimas la paz de tu
figura,

Mil lágrimas tu amor desde el
olvido.

Alzó el mirar el alba

Alzó el mirar el alba

Con un bostezo claro,

Mirando los arroyos

Que corren por los campos,

Y, entonces recordó que ya no
estabas,

Que no estaban aquí tus ojos
viejos,

Heridos por la vida,

Heridos por los años

Que por tu voz corrieron
largamente.

Alzó el mirar el alba

Con un bostezo claro,

Mirando los arroyos

Que corren por los campos,

Y, entonces recordó que ya no
estabas,

Que no estaban aquí tus labios
tristes,

Aquellos labios tristes

Que ya no hablaban nunca

Callados como el ángel de la
noche.

Alzó el mirar el alba

Con un bostezo claro,

Mirando los arroyos

Que corren por los campos,

Y, entonces, recordó que ya no
estabas,

Que no estaba ya aquí tu blanco
pelo,

Herido por las nieves

Y por la escarcha herido,

Después de que fue sueño tu
mirada.

Soneto X

No morirá la voz de la
esperanza

Ni negará su fuego a quien lo
quiera

Al darle su más grata
primavera

A quien valiente espera y no la
alcanza.

No morirá la voz por la
tardanza

Que el tiempo impone, pues, donde la
espera

Aguarda con paciencia una
quimera,

Muy pronto será dicha su
bonanza.

Que no podrá la daga de la
muerte,

Si fue tan poderosa al
arrancarte,

Negarme ahora el capricho de
quererte.

Será mi fe feliz con no
olvidarte,

Mi pecho lo será con no
perderte,

Será mi voz más clara al
recordarte.

Soneto XI

Dejó el tiempo malvado en cada
rizo

El blanco más mortal y
despiadado,

Haciendo su cabello más
callado,

Más claro que la nieve y el
granizo.

Su rostro, que era joven, vio
invernizo,

Su piel halló vencida y
derrotado

Un rostro por los años ya
cansado,

Que, a fuerza de ser bello, se
deshizo.

Sus labios un suspiro sacudieron

Dejándola en el lecho, ya
rendida,

Las tardes que por ella
transcurrieron.

Así cayó y así
acabó su vida:

Sus ojos y sus labios
descendieron,

Quedando para el sueño allí
dormida.

Soneto XII

Heló el viento las fuentes del
camino

Que lloran ya su sueño y que,
cuajadas,

Recuerdan su alegría
alborotadas

En otro tiempo alegre y
peregrino.

Heló el viento, con ánimo
mezquino,

Las cumbres silenciosas que,
nevadas,

Aguardan nuevos meses, y
calladas,

El rayo esperan, siempre
repentino.

Los reinos alcanzó y los
horizontes

El beso de granizo que, no en
vano,

La sierra mira alegre, aunque
dormida.

Heló el viento la falda de los
montes

Los campos que, risueños en
verano,

Gimieron al partir de allí la
vida.

Soneto XIII

Decid del sol que es fuerte su
lucero

Para que en él encienda la
esperanza,

Como un aliento alegre cuya
danza

La luz eleva allí donde la
espero.

Mas no digáis que, débil, su
platero

Se extingue ya en la vieja
lontananza,

Su luz haciendo mísera
mudanza

Que niega su color al mundo
entero.

Ya brilla el sol, y en él una
alegría,

Que acá en la tierra rompe la
tristeza

Y da blanco color al alba
fría.

Allí la siento, llena de
belleza,

Corriendo entre los astros con el
día,

La vida dando a la naturaleza.

Soneto XIV

Hirió el sol la belleza de la
helada,

La escarcha y el granizo que,
sagrado,

El alba derritió y,
alborotado,

Dejó libre correr a su
morada.

El viento heló de nuevo a la
invernada

La lluvia que al ser ya cristal
cuajado,

Tranquila, silenciosa, en este
estado,

Dejó pasar feliz la
madrugada.

Y el sol volvió a nacer en lo
lejano

Y el rayo a deshacer la nieve
bella,

Si bien no fue como lo es en el
verano.

No pudo, en cambio, aquella vaga
estrella

El hielo deshacer del que ya
cano,

Ornó el cabello con mortal
querella.

Soneto XV

Las rosas de la vida deshojaron

Las horas sin clemencia, y el
rocío

Que trajo la mañana del
estío

Allí donde las noches la
miraron.

Rondó después la muerte, y la
encontraron

Los vientos de la tarde a su
albedrío,

En un callado y triste
señorío

Donde un mirar sincero
alborotaron.

Partió Pilar de donde la
quería

Aquel cariño bello de los
suyos

A una morada lóbrega y
callada.

Cayeron de su vida los capullos,

Segados por la tarde, aunque no
fría,

Que no le dio esperanza en sus
arrullos.

El brillo del ocaso

Dejad que vuele

En las lontananzas

El brillo del ocaso

Y llene de color el horizonte,

Y que, quebrando el día,

La noche se cierna sobre el
cielo,

A sus anchas siempre,

Con los corceles de la tarde.

Alcanzará los llanos y
montes.

Y bosques y lagos.

Y valles serán suyos, y
arroyos.

Y, rezando como las sombras
rezan,

Llegará la noche no
esperada,

Hiriendo el cielo como un potro
airado,

Con su tristeza repentina y
amarga,

Robando bullicio

A las horas que bostezan.

Alcanzará estanques y
charcas.

Alcanzará los mares y
playas.

Las calas serán suyas, los
cantiles.

Y, rezando

Como las sombras rezan,

Llegará la sombra
rigurosa,

Hiriendo el cielo, sus balconadas
tomando,

Con su amargura mezquina.

Soneto XVI

La cubre hoy ya la tierra
desolada,

Mas fue el oro del alba, la
alegría

Que enciende las antorchas donde el
día

Renace donde nace la alborada.

Dichosa fue y fue dicha
engalanada

Que, llena de cariño se
encendía,

Los suyos contemplando a quien
sabía

Tan llenos del amor de su
mirada.

Partió en un carro bello hacia la
nada,

Serena al respirar, que, aunque
partía,

Seguía su mirada
enamorada.

Jamás bebió tu voz de la
amargura

Que, siempre por la dicha
alborotada,

Dejó de ser sin ser
melancolía.

Soneto XVII

No pudo con la luz siempre
lozana

La muerte, al arrancarle, con
despecho,

El tiempo de la vida, sin
derecho,

Más claro que la claridad
temprana.

La tarde se besó con la
mañana

Y en muerte se tradujo sobre el
pecho

La sombra silenciosa que, al
acecho,

Tan fatua pareció primero y
vana.

Dejó, como si fuera una
sortija

Cuajada de luz bella y
señorío,

La joya de su amor y su ternura.

Cariño hizo su ser extenso
río

Que, al dar al mar su llanto, aunque lo
aflija,

La ausencia de su voz y su
dulzura.

La tarde de verano

Corrió, lenta y
tranquila,

La tarde de verano,

Llevando a sus jardines

La luz que la alborada

Dejó, con sus pinceles, en un
cielo

Alegre y cristalino, azul y
claro,

Como lo son, a veces,

Los cielos de las tardes que el
estío

Regala a los mortales

Que esperan la caricia de la
brisa.

Corrió, lenta y
tranquila,

La tarde de verano,

De un sábado cualquiera

Que derramó, vicioso,

El tiempo con sus prisas, sus
apuros,

Llevándose a la nada

El fuego de la vida bulliciosa

De aquel semblante enfermo,

Que a duras penas pudo darse
cuenta

De que se iba agotando

Como las hojas de una flor
marchita.

Corrió, lenta y tranquila

La tarde de verano,

Llevándose con ella

La luz del alba clara

Que pude hallar aún, bella y
valiente,

Donde sus ojos claros y
tranquilos

Callaron al silencio su
agonía,

Al aire y al espacio,

Cuando las horas tristes del
crepúsculo

Quisieron retrasarse,

Sabiendo que era en vano su
tardanza.

Soneto XVIII

Desde que el hielo hiere su
cabello

Y llena de granizo su hermosura,

Desde que azota el viento su
blancura

Y mancha en él el alba su
destello,

Desde que se hace el banco algo más
bello

Y bella aun más parece su
ternura,

Desde que su sonrisa es la
dulzura

Y dulce es su mirar sobre su
cuello,

Desde que ya su voz, ayer
risueña,

Se esconde en el silencio de la
nada

Y desde que su risa ha
enmudecido,

En vano aguardo yo la carcajada,

En vano la mirada de que es
dueña

Y en vano de su voz otro sonido.

Soneto XIX

El oro del sol bello que renace

Al alba que se arroja en mil
cascadas,

La plata que desatan las heladas

Y el sol riega de luz que las
deshace,

La noche que contempla el
desenlace

Que al traste da con todas sus
celadas,

La llama que rompió las
madrugadas

Donde del astro rey la yegua
pace,

La estrella temblorosa que lo
mira

Desde la altura bella de los
cielos

Y, tímida parece que
suspira,

Ya no verán sus ojos, por los
velos

Cubiertos de ese sueño que
respira

La muerte que en su piel calzó
deshielos.

El pecho dolorido

El pecho dolorido,

Vencido, derrotado,

Cansado de la ausencia

Que llena, en el recuerdo, tu
memoria,

Quisiera ser el vuelo

Del águila atrevida,

Buscándote en la altura

De los atardeceres que se
siguen.

Son ellos silenciosos

Cuando, al llegar la noche,

Se esconden las estrellas

Que vieron, en invierno, tu
partida,

Al tiempo que las luces

Del cielo se apuraban,

Manchando el horizonte

Del oro más hermoso y
encendido.

Y, en ellos es más puro

El sueño de alcanzarte,

De hacerte nuevamente

Destello en la retina
emocionada,

Cobrando de la muerte

La risa más hermosa,

El gesto cariñoso

Que en tu mirar febril se
repetía.

Tal vez las ilusiones

Dispersen hoy las brumas

Y dejen que mi vuelo

Te alcance más allá de lo
pensable,

Buscando, en lo lejano,

El ángel silencioso

De tu mirar tranquilo,

Sereno como el brillo de dos
soles.

Soneto XX

Tejió el dolor suspiros
silenciosos

Alzando el filo fuerte de su
espada,

Partes: 1, 2, 3
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